miércoles, 17 de marzo de 2021

RESPONSABILIDAD PERSONAL EN LA CONSOLIDACIÓN DE NUESTRA DEMOCRACIA

     


Cae por su propio peso la pretensión de que el Buen Gestor Público, eso que se llama, cabal Hombre ó Mujer de Estado, para ejercer como tal, ha de tener la prestancia física como atributo principal de su personalidad. Cuando de nosotros depende la elección de los gobernantes, poco o nada responsables seremos si, por encima de su preparación académica, experiencia, don de gentes, probada honradez y otras apreciables e imprescindibles capacidades para el puesto al que se le destina, valoramos en la candidata o candidato el desparpajo en el hablar ó cierto cautivador atractivo físico, particularidades a tener en cuenta para otros menesteres. Viene al caso este apunte porque, no pocas veces hemos tenido la ocasión de constatar los males derivados de la ligereza de juicio en  los electores hasta el punto de que bien podemos identificar a la tal ligereza como uno de los “peligrosos instintos de la Democracia”. Hecho constatable tanto en España como en los países democráticos de nuestro entorno.

¿Qué hacer para ponerle freno a esa anomalía y, en consecuencia, velar por un futuro en el que tengan más posibilidades de gobernar los revestidos de la vocación precisa y que, realmente, pueden hacerlo mejor? Haciendo historia, los de cierta edad podemos muy bien recordar que hubo buenas dosis de responsabilidad tanto en la “clase política” como en el “cuerpo electoral” en la ocasión histórica de la Transición, es decir, en el paso del gobierno autárquico al democrático, proceso en el que, justo es reconocerlo, algo tuvo que ver la actitud del general Franco desde el llamado “Plan de Estabilización de 1959”, fenómeno al que cabe atribuir la causa de una progresiva igualdad entre los españoles con el consiguiente engrosamiento de la “Clase Media” y paralelo desarrollo del “Espíritu Democrático”. 

Fue una especie de larga marcha hacia la participación ciudadana (“Por la Ley hacia la Ley”) en la que lo de “atado y bien atado” del franquismo fue disolviéndose sin traumas en el creciente protagonismo y preocupación por entenderse en libertad por parte de algunos políticos por vocación y reconocido carisma, aunque de posicionamientos ideológicos abiertamente enfrentados: palpable ejemplo de ello lo tenemos en la presentación que de Santiago Carrillo (1915-2012) hizo Manuel Fraga (1922-2012) en el elitista Club Siglo XXI en octubre de 1977.

Es de justicia reconocerle al “rey emérito” don Juan Carlos la generosidad con la que, desde 1975, fue cediendo privilegios connaturales con la Jefatura del Estado en el “Viejo Régimen” hasta aceptarse a sí mismo como “Rey Constitucional” que, en España y por virtud de la Constitución de 1978, es tanto como decir “demócrata y parlamentario”. Para ello hubo de abrir tres frentes de actividad:

1º- La democratización de la Nación, sin enemistarse con los partidarios del régimen y tendiendo puentes a la oposición izquierdista.

2º.- Promulgar una Constitución (la de 1978) elaborada por los hombres fuertes de cada partido más que por los ministros de su primer gobierno, nombrados por él mismo.

3º.- La apertura de la Nación al exterior, atrayéndose el respaldo de las democracias occidentales, cuyo ideario político fue abriéndose paso en las élites intelectuales del “Viejo Régimen” y, por extensión, en la mayoría del “Cuerpo Electoral”.

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Ya en 1962,  España había solicitado su integración en la Comunidad Económica Europea fundada en 1957, solicitud que le fue denegada en razón de que por la Asamblea Parlamentaria de la misma Comunidad se había estipulado:

 Los Estados cuyos gobiernos carecen de legitimación democrática y cuyos pueblos no participan en las decisiones del gobierno —ni directa ni por medio de representantes elegidos libremente— no pueden ser admitidos en la Comunidad.

En vida de Franco a lo más que se llegó fue a firmar  el 29 de junio de 1970 un “Acuerdo Comercial Preferencial”.  Obvio es recordar el cambio de imagen exterior de España ante la decidida apuesta del Rey Don Juan Carlos I por la democracia constitucional y parlamentaria. Aun así, hubieron de tener lugar largas y laboriosas negociaciones hasta llegar al 12 de junio de 1985 en que se firmó la integración del Reino de España en la Comunidad Económica  Europea para entrar en vigor el 1 de enero de 1986, siendo presidente del Gobierno de España Felipe González Márquez (n. 1942). Al respecto, leemos en Wikipedia:

Este hecho constituyó el proceso más completo y sistemático de liberalización, apertura y racionalización de la economía española tras el Plan Nacional de Estabilización Económica en 1959. Esta adhesión, además del progreso económico, supuso la salida del aislamiento internacional que padecía desde la Declaración de Potsdam de agosto de 1945 y la estabilización de la recién instaurada democracia.

Con la entrada de España en la CEE (Comunidad Económica Europea), llamada Unión Europea (UE) desde 1993, los españoles podían sentirse plenamente integrados en el  “Mundo Occidental” dado que, desde el 30 de mayo de 1982  el Reino de España ya estaba adherido a la OTAN, su bloque defensivo. En principio, ésta fue una adhesión que chocó con la oposición de las izquierdas con Felipe González a la cabeza, el cual, en la campaña que le llevó a la Presidencia del Gobierno en las Elecciones Generales del 28 de octubre del mismo año, se había prometido a convocar un referéndum revocatorio; ya en el poder, sí que convocó el anunciado referéndum, pero con el objetivo de confirmar la adhesión en lugar de la revocación anunciada: el resultado del 12 de marzo de 1986, fecha del referéndum, fue el 56,85 % a favor de la adhesión y el 43,15 % en contra, en principio, sin incorporar a las fuerzas armadas  en la estructura militar, permitir el uso de armas nucleares,  ni ampliar las bases militares americanas ya establecidas en territorio español, situación que se prolongó hasta que, con el Gobierno de José María Aznar (n.1953)  se suprimieron progresivamente las reservas iniciales de forma que  el 1 de enero de 1999 España culminó su proceso de plena integración con la incorporación  de generales, oficiales y suboficiales españoles al resto de cuarteles generales de la estructura de mandos de la OTAN, dándose la circunstancia de que, dentro de la estructura de esa organización, el español Javier Solana Madariaga (n. 1942) fue Alto Representante del Consejo para la Política Exterior y de Seguridad Común de la Unión Europea (1999-2009) y Comandante en Jefe de la EUFOR (1999-2009).

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Con el Tratado de la Unión Europea (1992) la creación de una Unión Económica y Monetaria con la introducción de una moneda única. De ella formarían parte los países que cumplieran una serie de condiciones. Finalmente, los estados miembros de la Unión Europea acordaron el 15 de diciembre de 1995 en Madrid la creación de una moneda común europea bajo la denominación de euro de forma que los nuevos billetes y monedas empezaron a circular el 1 de enero de 2002.

Ya en pleno Siglo XXI, España  sigue siendo uno de los países más "europeístas" de la Unión. A diferencia de otros países, entre nosotros, al margen de los excesivamente populistas, no han surgido movimientos políticos significativos contrarios a un proceso de integración más allá de las simples conveniencias crematísticas, lo que quiere decir que a muchos españoles les gustaría disfrutar de lo que podríamos llamar una “democracia a la europea”.

Sin duda que ello es así porque muchos de nosotros sueñan con una Europa unida por responsabilidades menos desvaídas y por lazos aún más estrechos que los que ofrecen la Política, la Diplomacia y el Comercio. Al respecto bueno será recordar a un Víctor Hugo que, en su función de diputado de la II República Francesa (1848-1852), pronunciaba un ilusionante discurso del que transcribimos los siguientes ilustrativos párrafos:

¡Un día vendrá en el que las armas se os caigan de los brazos, a vosotros también! Un día vendrá en el que la guerra parecerá también absurda y será también imposible entre París y Londres, entre San Petersburgo y Berlín, entre Viena y Turín, como es imposible y parece absurda hoy entre Ruan y Amiens, entre Boston y Filadelfia. Un día vendrá en el que vosotras, Francia, Rusia, Italia, Inglaterra, Alemania, (porqué no también España) todas vosotras, naciones del continente, sin perder vuestras cualidades distintivas y vuestra gloria individual, os fundiréis estrechamente en una unidad superior y constituiréis la fraternidad europea, exactamente como Normandía, Bretaña, Borgoña, Lorena, Alsacia, todas nuestras provincias, se funden en Francia. Un día vendrá en el que no habrá más campos de batalla que los mercados que se abran al comercio y los espíritus que se abran a las ideas. - Un día vendrá en el que las balas y las bombas serán reemplazadas por los votos, por el sufragio universal de los pueblos, por el venerable arbitraje de un gran senado soberano que será en Europa lo que el parlamento en Inglaterra, lo que la dieta en Alemania, ¡lo que la Asamblea Legislativa en Francia! Un día vendrá en el que se mostrará un cañón en los museos como ahora se muestra un instrumento de tortura, ¡asombrándonos de que eso haya existido!. Un día vendrá en el que veremos estos dos grupos inmensos, los Estados Unidos de América y los Estados Unidos de Europa, situados en frente uno de otro, tendiéndose la mano sobre los mares, intercambiando sus productos, su comercio, su industria, sus artes, sus genios, limpiando el planeta, colonizando los desiertos, mejorando la creación bajo la mirada del Creador, y combinando juntos, para lograr el bienestar de todos, estas dos fuerzas infinitas, la fraternidad de los hombres y el poder de Dios.

Para ser lo que puede ser  la actual Unión Europea necesita bastante más que simples acuerdos comerciales y un catálogo de buenas intenciones sin constructivo arraigo en la mayoría de las conciencias, empezando por una seria preocupación por revitalizar sus raíces, cuestión que, a decir verdad, se trata de forma muy tibia en el preámbulo de lo que se llama el “Tratado por el que se establece una Constitución para Europa” firmado por los representantes de sus países miembros el 29 de octubre de 200, ello como si se pretendiese obviar que, tal como dicen creer la mayoría de los europeos, venimos de Dios y vamos a Dios. Allí se dice como en referencia a un humanismo a ras de tierra:

INSPIRÁNDOSE en la herencia cultural, religiosa y humanista de Europa, a partir de la cual se han desarrollado los valores universales de los derechos inviolables e inalienables de la persona humana, la democracia, la igualdad, la libertad y el Estado de Derecho, CONVENCIDOS de que Europa, ahora reunida tras dolorosas experiencias, se propone avanzar por la senda de la civilización, el progreso y la prosperidad por el bien de todos sus habitantes, sin olvidar a los más débiles y desfavorecidos; de que quiere seguir siendo un continente abierto a la cultura, al saber y al progreso social; de que desea ahondar en el carácter democrático y transparente de su vida pública y obrar en pro de la paz, la justicia y la solidaridad en el mundo,

Ante la aséptica predisposición de los redactores de tales documentos europeos,  cabe recordar que, tal como dejó escrito Anatole France  (“Europa es Atenas, Roma y Jerusalén”) y se repite a menudo entre los historiadores bien documentados, la Civilización Europea, además de la forma de reflexionar de los griegos y de impartir justicia de los romanos, ha contado el creer, obrar y rezar de los fieles a lo que ocurrió en Jerusalén hace unos veinte siglos, lo mismo que, POR LA GRACIA DE DIOS, abrió el camino al protagonismo de los hombres y mujeres de buena voluntad.

Así lo entendía el inolvidable san Juan Pablo II cuando,  en uno de sus viajes a Santiago de Compostela, símbolo de los mejores y más fecundos tiempos de la Cristiandad, proclamó con plena convicción:

«Yo, obispo de Roma y pastor de la Iglesia universal, desde Santiago, te lanzo, vieja Europa, un grito lleno de amor: vuelve a encontrarte. Sé tú misma. Descubre tus orígenes. Aviva tus raíces. Revive aquellos valores auténticos que hicieron gloriosa tu historia y benéfica tu presencia en los demás continentes».

Aquí hemos de recordar el criterio de Maquiavelo, archiconocido personaje histórico que, a pesar de presentarse y obrar como muy pegado a las cuestiones materiales de este mundo, no dejó de reconocer el decisivo papel de la religión en lo concerniente a una Política consecuente con las necesidades de los pueblos.  Suyas son las siguientes palabras:

«Del mismo modo que la observancia del culto divino es causa de la grandeza de las repúblicas, así el desprecio es causa de su ruina. Porque donde falta el temor de Dios, es preciso que el reino se arruine o que sea sostenido por el temor a un príncipe que supla la falta de religión. Y como los príncipes son de corta vida, el reino acabará enseguida en cuanto le falte su fuerza. De lo que se deduce que los reinos que dependen de la virtud de uno solo son poco duraderos».(Discursos)

¿Qué menos que contar con la ayuda de Dios para la correcta efectividad de una Constitución tal como reza en alguna de las más avanzadas democracias, como,  por ejemplo, en la de la Confederación Suiza, en cuyo preámbulo podemos leer:

¡En nombre de Dios omnipotente!  El pueblo suizo y los cantones,  conscientes de su responsabilidad frente a la Creación , aspirando a renovar la Confederación afín de fortalecer libertad, democracia,  independencia y la paz en un espíritu de solidaridad y apertura hacia el mundo, deseando y convivir en unidad con respeto mutuo y en consideración su diversidad,  conscientes de los logros comunes y de la responsabilidad frente a las generaciones futuras sabiendo que sólo es libre el que utiliza su libertad y que la fuerza de una comunidad  se mide en el bienestar de los menos afortunados, se otorgan la siguiente constitución. 

Bueno es contar con Aquel que todo lo puede, máxime cuando es en Él en donde encuentra su razón de ser la genuina virtud cívica de que han de alimentarse los más justos sistemas de gobierno, a los mismos a los que se refirió Aristóteles en los siguientes términos:

Hay quienes piensan que existe una única democracia y una única oligarquía, pero esto no es verdad; de manera que al legislador no deben ocultársele cuántas son las variedades de cada régimen y de cuántas maneras pueden componerse. El Estado más perfecto es evidentemente aquel en que cada ciudadano, sea el que sea, puede, merced a las leyes, practicar lo mejor posible la virtud y asegurar mejor su felicidad.  No hay nadie que pueda considerar feliz a un hombre que carezca de prudencia, justicia, fortaleza y templanza, que tiemble al ver volar una mosca, que se entregue sin reserva a sus apetitos groseros de comer y beber, que esté dispuesto, por la cuarta parte de un óbolo, a vender a sus más queridos amigos y que, no menos degradado en punto a conocimiento, fuera tan irracional y tan crédulo como un niño o un insensato. Entre criaturas semejantes no hay equidad, no hay justicia más que en la reciprocidad, porque es la que constituye la semejanza y la igualdad. La desigualdad entre iguales y la disparidad entre pares son hechos contrarios a la naturaleza, y nada de lo que es contra naturaleza puede ser bueno.

Bien le hubiera venido a ese maestro del realismo naturalista cual fue Aristóteles la sana y profunda reflexión del Papa emérito SS Benedicto XVI, del cual no podemos dejar de transcribir su magistral visión de cómo han de entender la política los ciudadanos cristianos:

El primer servicio que presta la fe a la política es, pues liberar al hombre de la irracionalidad de los mitos políticos, que constituyen el verdadero peligro de nuestro tiempo. Ser sobrios y realizar lo que es posible en vez de exigir con ardor lo imposible ha sido siempre cosa difícil; la voz de la razón nunca suena tan fuerte como el grito irracional. El grito que reclama grandes hazañas tiene la vibración del moralismo; limitarse a lo posible parece, en cambio, una renuncia a la pasión moral, tiene el aspecto del pragmatismo de los mezquinos. Sin embargo, la moral política consiste en resistir la seducción de la grandilocuencia con la que se juega con la humanidad, el hombre y sus posibilidades. No es moral el moralismo de la aventura que pretende realizar por sí mismo lo que es Dios. En cambio, sí es moral la lealtad que acepta las dimensiones del hombre y lleva a cabo, dentro de esta medida, las obras del hombre. No es en la ausencia de toda conciliación, sino en la misma conciliación donde está la moral de la actividad política. A pesar de que los cristianos era perseguidos por el Estado romano, su posición ante el Estado no era radicalmente negativa. Reconocieron al Estado en cuanto Estado, tratando de construirlo como Estado según sus posibilidades, sin intentar destruirlo. Precisamente porque sabían que estaban en “Babilonia”, les servían las orientaciones que el profeta Jeremías había dado a los judíos deportados a Babilonia. La carta del profeta transcrita en el cap. 29 del libro de Jeremías no es ciertamente una instrucción para la resistencia política, para la destrucción del Estado esclavista, ni se presta a tal interpretación. Por el contrario, es una exhortación a conservar y a reforzar lo bueno. Se trata, pues, de una instrucción para la supervivencia y, al mismo tiempo, para la preparación de un porvenir nuevo y mejor. En este sentido, esta moral del exilio contiene también elementos de un ethos político positivo. Jeremías no incita a los judíos a la resistencia ni a la insurrección, sino que les dice: “Edificad casas y habitadlas. Plantad huertos y comed de sus frutos... Procurar la paz de la ciudad adonde os trasladé; y rogad por ella al Señor, porque en la paz de ella tendréis vosotros paz” (Jr. 29, 5-7)…./  El cristianismo es siempre un sustentador del Estado en el sentido de que él realiza lo positivo, el bien, que sostiene en comunión los Estados. No teme que de este modo vaya a contribuir al poder de los malvados, sino que está convencido de que siempre y únicamente el reforzamiento del bien puede abatir al mal y reducir el poder del mal y de los malvados. Quien incluya en sus programas la muerte de inocentes o la destrucción de la propiedad ajena no podrá nunca justificarse con la fe. Explícitamente es lo contrario a la sentencia de Pedro: “Pero jamás alguno de vosotros padezca por homicida o ladrón” (1 P 4,15); son palabras que valen también ahora contra este tipo de resistencia. La verdadera resistencia cristiana que pide Pedro sólo tiene lugar cuando el Estado exige la negación de Dios y de sus mandamientos, cuando exige el mal, en cuyo caso el bien es siempre un mandamiento.  De todo esto se sigue una última consecuencia. La fe cristiana ha destruido el mito del Estado divinizado, el mito del Estado paraíso y de la sociedad sin dominación ni poder. En su lugar ha implantado el realismo de la razón. Ello no significa, sin embargo, que la fe haya traído un realismo carente de valores: el de la estadística y la pura física social. El verdadero realismo del hombre se encuentra el humanismo, y en el humanismo se encuentra Dios. En la verdadera razón humana se halla la moral, que se alimenta de los mandamientos de Dios. Esta moral no es un asunto privado; tiene valor y resonancia pública. No puede existir una buena política sin el bien que se concreta en el ser y el actuar. Lo que la Iglesia perseguida prescribió a los cristianos como núcleo central de su ethos político debe constituir también la esencia de una actividad política cristiana: sólo donde el bien se realiza y se reconoce como bien puede prosperar igualmente una buena convivencia entre los hombres. El gozne sobre el que gira una acción política responsable debe ser el hacer valer en la vida pública el plano moral, el plano de los mandamientos de Dios Si hacemos así, entonces también podremos, tras el paso de los tiempos de angustia, comprender, como dirigidas a nosotros personalmente, estas palabras del Evangelio: “No se turbe vuestro corazón” (Jn. 14,1). “Porque por el poder de Dios estáis custodiados mediante la fe para vuestra salvación” (Cristianismo y política    Joseph Ratzinger).

Un soplo de ese Cristianismo animaba a Montesquieu en la generosa expresión de responsabilidad que refleja en las siguientes palabras:

"Si supiera algo que me fuese útil, pero que fuese perjudicial a mi familia, lo desterraría de mi espíritu; si supiera algo útil para mi familia pero que no lo fuese para mi patria, intentaría olvidarlo; si supiese algo útil para mi patria pero que fuese perjudicial para Europa, o bien fuese útil para Europa y perjudicial para el género humano, lo consideraría un crimen y jamás lo revelaría, pues soy humano por naturaleza, y francés sólo por casualidad."

Humanos por naturaleza y, a ser posible, ejercitantes de una buena voluntad cristiana, hemos de sentirnos al abordar  el empeño de mejorar lo mejorable en nuestra España, hoy integrada en Europa y, por lo tanto, con su política necesariamente ajustada a las directivas de la Comunidad a la par que con unas  “autonomías” acomodadas a los “derechos establecidos” y a expensas de las apetencias de una numerosísima clase política con insalvable disparidad de criterios hacia un substancial cambio de la Constitución en vigor (la de 1978).

Pensando, pues, en un futuro comunitario, nos unimos a los politólogos, sociólogos y comentaristas que recomiendan para la Unión Europea un sistema federal al estilo del que rige en Suiza, que desde la revolución de 1848 mantiene a sus 26 cantones en estrecha y comunidad de intereses con cuatro idiomas oficiales y un gobierno federal basado en el republicanismo, la subsidiaridad y un especial sistema de democracia, que, al tiempo que ofrece oportunidades de responsabilización a todos los ciudadanos, promueve consultas populares para la resolución de los más graves asuntos y trata de evitar la corrupción por excesivo tiempo en la ocupación de los diversos cargos públicos, empezando por el presidente de la Federación, que no puede mantenerse en el cargo por más de un año. Tienen por sagrada una Constitución Federal que, además de mantener un criterio común en las relaciones con el exterior, resulta muy capaz de mantener el equilibrio entre los altos intereses del Estado y los diversos intereses de los cantones, con sus peculiaridades en cuanto a tradiciones, costumbres, idioma y religión. Bueno sería que los artífices de la previsible patria común europea acertaran con algo parecido, aunque, la verdad sea dicha, mucho tendrá que cambiar la perspectiva de los burócratas actuales, sobre todo, cuando marginan la extraordinaria importancia que para la cohesión política tiene una “virtud cívica” con fundamento, sobre todo, si lleva el añadido de una buena dosis de savia cristiana.

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Una cuestión sobre la que creemos de interés general aportar nuestro punto de vista se refiere al carácter del voto ciudadano: además de preconizar la necesaria participación de todos los ciudadanos en una duradera y de día en día más consistente y menos “oscilante” Democracia, nos permitimos aportar una idea que a muchos puede parecer revolucionaria: se impone una profunda revisión del carácter del voto que, como es bien sabido, en tiempos fue “aristocrático”, luego “censitario” y, actualmente, “universal” para los mayores de edad: “Universal” sí, pero, en uso de las modernas técnicas de la comunicación y gestión, manteniendo escrupuloso respeto a la libertad de opción, hagámoslo impregnable de ponderación y responsabilidad: Tal es posible y creemos que considerablemente más positivo si, en cualquier convocatoria electoral, el valor del voto va ligado a los distintos grados de responsabilidad familiar y social por la simple razón de que un padre de familia tiene más a defender que un ciudadano cuya preocupación esencial y tal vez única es él mismo.

Claro que resulta imposible de medir la íntima y desinteresada preocupación por el bien general, tan marginado por los de altas rentas, también por los políticos de distintos niveles y muchos de los dedicados a la administración pública; por lo tanto, es desaconsejable cifrar en el cargo o grado de fortuna el grado de supuesta “responsabilidad cívica”, que, como recordaremos, era indebidamente tenida en cuenta en otros tiempos, en que, además de los intereses creados, era prácticamente imposible hacer otra “objetiva” diferenciación que no fuera la de la edad. En cambio, la Europa de hoy, que fija o puede fijar amplitud y precisión de datos en un elemental documento de identificación, por una simple “rutina virtual” puede llevar incorporado un coeficiente  que, en función de estado civil y algún otro dato de liberal y objetiva evaluación, determine  el valor del voto, expresado y verificado por medios electrónicos. De llevarse a efecto, no nos cabe la menor duda que el voto de todos y cada uno de los ciudadanos resultaría más ponderado y responsable, mientras que el proceso electoral, por supuesto que necesitado del pertinente y exhaustivo estudio,  contaría con medios “a la altura de los tiempos” y, sin duda, de considerable menor coste que los actuales.

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Un apunte final que viene al caso sobre la estéril discusión sobre si es más democrática una república que una Monarquía como la española de “derecho y de hecho” parlamentaria y democrática. Lo que, fundamentalmente caracteriza a los buenos sistemas de gobierno es el grado de responsabilidad de sus ciudadanos, eso mismo que depende de la buena voluntad con la que ejercen la política; buena voluntad de la que, se quiera reconocer o no, los más elocuentes ejemplos que brinda la Historia son aquellos que se han distinguido por el buen ejercicio de la responsabilidad que les correspondía en razón de su oficio. Dicho esto, recordemos a Santo Tomás de Aquino, el cual, cristianizando el realismo naturalista de Aristóteles, apuntó como ideal político una monarquía, no necesariamente hereditaria, aunque sí gozando de la aquiescencia de la mayoría y asistida por un consejo de ciudadanos de reconocida dedicación al servicio público, lo que bien puede corresponder a la actual circunstancia de los españoles con voz y voto en el presente y futuro acontecer europeo.



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